miércoles, 22 de noviembre de 2017

De ti

De ti, me gusta todo. Me gustan tus ojos que, miopes perdidos, ven poco pero me miran mucho. Me gustan tus manos huesudas porque buscan las mías cada mañana cuando despiertan. Y esa sonrisa, que es como los atardeceres de verano, la misma calma, pero en tu boca. Me gustan nuestros silencios y nuestras charlas, esas incluso que sé a ciencia cierta que no estás escuchando. 

De ti me gusta todo. 

sábado, 4 de noviembre de 2017

El horizonte

A menudo se quedaba absorto mirando la línea del horizonte, ese intangible lugar donde el cielo y la tierra se besan.  Desde su lado del cristal, mientras el humo de su cigarrillo se rizaba caprichosamente, pasaba horas  interminables calculando las millas que lo alejaban de ella. Millas llenas de bosques, caminos, ciudades y mares. Millas abarrotadas de personas con sus vidas y ajetreos, con sus esperanzas y decepciones, alegrías y miserias. Millas a la vez vacías porque faltaba ella.

La imaginaba allí sentada es su butaca antigua de terciopelo, descalza con las piernas cruzadas y la cabeza delicadamente ladeada, leyendo. A su lado, en la pequeña mesita de madera, humearía una taza de té perfumado de jazmín  y ella, distraída, lo dejaría enfriar allí, como hacía siempre. Y ella olería a jabón, y llevaría puesta la ya vieja camisa que él había dejado atrás el día que se fue. Y todo sería perfectamente irreal y perfectamente triste.

Eran opuestos, como la noche y el día, como el ruido y el silencio. Eran opuestos, ajenos, imposibles y ahí, justo ahí, estaba su conexión, un frágil hilo irrompible, un eterno hilo imposible.

lunes, 23 de octubre de 2017

Tu sonrisa

Hay sonrisas que viven es cuerpos que no las merecen, como el metal precioso a menudo anida en la gris, fría roca.  Hay sonrisas infinitas, sin límites, ni fronteras, cinceladas por la mano de un Dios caprichoso  en rostros retorcidos y descompuestos por el dolor. Son sonrisas perfectas en fondo y forma, luchando por sobrevivir en cuerpos del todo imperfectos. Sonrisas capaces de sanar todas las heridas pero que conviven con la enfermedad en la más cruel de sus formas. Y cuando se abren, oh, se convierten en cascadas de risas que brotan sonoras, inundado un mundo otrora oscuro. Quitan sombras y dan luz, cierran miedos y abren esperanzas, suman certezas y restan dudas.

Hay sonrisas como la tuya. No dejes que se apague, te imploro. No todavía. Déjamela solo un instante más, porque si la pierdo, ¿con qué excusa podrá mi insignificante sonrisa seguir existiendo?

sábado, 21 de enero de 2017

Letras

Le  encantaba escribir historias. Lo hacía desde la infancia. Cuando los otros niños cogían  sus cajas de colores y dibujaban, ella elegía hilvanar palabras creando con ellas mundos imaginarios. Pasaba horas dibujando con palabras a un  príncipe y su princesa, castillos de altas torres con dragones lanzafuegos , preciosas casas de rojos tejados  en las que  ella, sonriente, asomaba por una pequeña ventana, o veleros navegando mares llenos de peces y estrellas de mar.

Al crecer, se dio cuenta de toda la magia que cabía en su pluma. Esa sensación inexplicable de tenerla entre los dedos, lista para salir a recorrer las líneas invisibles del folio en blanco. En apenas minutos, inventaba mundos a su medida, donde ella podía sentir que pertenecía  y los adornaba con personas interesantes, a las que podía hacer decir todas aquellas cosas que anhelaba escuchar.

En esos mundos de tinta, ella nunca resultaba herida, ni despreciada. Muy al contrario, ella era siempre la heroína de sus historias, fuerte,  bella, perspicaz, curiosa y feliz. Siempre se escribía feliz.

Aprendió que su pluma y sus folios en blanco la mantenían segura del mundo exterior, de los gritos y peleas, del olor a tabaco y alcohol, de los golpes. En su mundo de letras, no existía el dolor.

jueves, 2 de junio de 2016

Jendara

Jendara cantaba como los ángeles. Era gorda, grande y fea pero Dios, que ni da todo ni quita todo, le había otorgado un don. Su voz, aterciopelada y profunda, no acariciaba tan solo oídos. No. La voz de Jendara encontraba la manera de adentrarse por los poros y metérsele a uno debajo de la piel, hasta que sin poder remediarlo, uno sentía erizarse el vello y era capaz de sentir con ella su pena, su alegría, en escasas ocasiones, o su desgarro.

Jendara nació desafortunada y, en lugar de un pan debajo el brazo, trajo a su ya depauperada familia una boca más que alimentar. Su padre, un borracho empedernido y hombre de mal vivir, no se lo perdonó nunca y desde bien pequeña se lo hizo saber, con sus golpes, sus desprecios y esas ganas de tocarla y manosearla que Jendara tuvo que soportar tantas veces. Pero Jendara, oh, Jendara cantaba. Cantaba mientras tendía la ropa o mientras, de rodillas, fregaba el rudo suelo de cemento de la pequeña chabola. Y su voz aliviaba la desesperación de las decrépitas vidas  que habitaban aquel infierno y, en ocasiones,  la suya propia.

Soñaba con que un día escaparía del horror, del aliento de su padre borracho, de las lágrimas amargas de su madre, de las caras sucias y hambrientas de sus hermanos. Y cantó, y siguió cantando... y su lamento, convertido en fado, quedó flotando como espesa niebla sobre las colinas de  Rocinha.


miércoles, 1 de junio de 2016

El olvido

Se acercó a la ventana helada. Hacía unos segundos apenas que él había salido de su vida, cerrando la puerta tras de sí. Desde su lado del  frío cristal, lo observó alejarse cabizbajo,  con las manos en los bolsillos, como si cargase el peso del universo sobre sus hombros.

La despedida en sí, no le extrañaba. Ese amor, como tantos otros, había nacido muerto. Sabían desde el primer instante  que tenía las horas, los días contados. No había podido ser desde el principio y, sin embargo y a pesar de todo, ambos se habían empeñado en enredarse en él, tejiendo con cada momento juntos una maraña de lazos y nudos que ahora tocaba deshacer.

Tanto compartido... ¿cómo empezar? Empezaría por olvidar sus ojos. Esos ojos que eran como abismos profundos dónde ella había aprendido a zambullirse. Podía intentar olvidar también sus manos. Eran fuertes y huesudas y ella habría podido pasarse horas tomándolas entre las suyas, o sintiéndolas recorrer cada centímetro de su piel mientras ella cerraba los ojos, entregada. Podía olvidar sus brazos, sin duda, o sus labios, o  su pelo rebelde, ese que sus manos habían peinado tantas veces, sin éxito alguno.

Podía olvidarlo todo, por partes,  sin duda. Pero su esencia, esa que había tragado a pequeños sorbos, no la podría olvidar jamás.

domingo, 27 de septiembre de 2015

La curva

La encontró sentada en el pequeño muro de piedra, al fondo del jardín,  con las olas rompiendo a sus pies. La observó en silencio. Ella, reflexiva, le pareció sumergida en alguna nostalgia que la mantenía alejada, su cabeza ligeramente inclinada y el viento alborotando su pelo, iluminado por los últimos rayos de la tarde.

Los ojos de él descendieron lentamente por la curva de su nuca hasta sus hombros, suavemente redondos. Se detuvieron ahí, apenas unos segundos y continuaron por su camisa de hilo entreabierta, hasta la profundidad de su escote. Sintió un deseo casi irrefrenable de sumergir su rostro en su pelo y absorber su olor, su esencia, sin hablar... solo respirando.

Lentamente, se dió la vuelta, y se alejó por el mismo sendero que lo había llevado hasta ella, dejándola sola con sus pensamientos. Y él quedo también, para siempre, solo con los suyos.