Al crecer, se dio cuenta de toda la magia que cabía en su pluma. Esa sensación inexplicable de tenerla entre los dedos, lista para salir a recorrer las líneas invisibles del folio en blanco. En apenas minutos, inventaba mundos a su medida, donde ella podía sentir que pertenecía y los adornaba con personas interesantes, a las que podía hacer decir todas aquellas cosas que anhelaba escuchar.
En esos mundos de tinta, ella nunca resultaba herida, ni despreciada. Muy al contrario, ella era siempre la heroína de sus historias, fuerte, bella, perspicaz, curiosa y feliz. Siempre se escribía feliz.
Aprendió que su pluma y sus folios en blanco la mantenían segura del mundo exterior, de los gritos y peleas, del olor a tabaco y alcohol, de los golpes. En su mundo de letras, no existía el dolor.