jueves, 2 de junio de 2016

Jendara

Jendara cantaba como los ángeles. Era gorda, grande y fea pero Dios, que ni da todo ni quita todo, le había otorgado un don. Su voz, aterciopelada y profunda, no acariciaba tan solo oídos. No. La voz de Jendara encontraba la manera de adentrarse por los poros y metérsele a uno debajo de la piel, hasta que sin poder remediarlo, uno sentía erizarse el vello y era capaz de sentir con ella su pena, su alegría, en escasas ocasiones, o su desgarro.

Jendara nació desafortunada y, en lugar de un pan debajo el brazo, trajo a su ya depauperada familia una boca más que alimentar. Su padre, un borracho empedernido y hombre de mal vivir, no se lo perdonó nunca y desde bien pequeña se lo hizo saber, con sus golpes, sus desprecios y esas ganas de tocarla y manosearla que Jendara tuvo que soportar tantas veces. Pero Jendara, oh, Jendara cantaba. Cantaba mientras tendía la ropa o mientras, de rodillas, fregaba el rudo suelo de cemento de la pequeña chabola. Y su voz aliviaba la desesperación de las decrépitas vidas  que habitaban aquel infierno y, en ocasiones,  la suya propia.

Soñaba con que un día escaparía del horror, del aliento de su padre borracho, de las lágrimas amargas de su madre, de las caras sucias y hambrientas de sus hermanos. Y cantó, y siguió cantando... y su lamento, convertido en fado, quedó flotando como espesa niebla sobre las colinas de  Rocinha.


miércoles, 1 de junio de 2016

El olvido

Se acercó a la ventana helada. Hacía unos segundos apenas que él había salido de su vida, cerrando la puerta tras de sí. Desde su lado del  frío cristal, lo observó alejarse cabizbajo,  con las manos en los bolsillos, como si cargase el peso del universo sobre sus hombros.

La despedida en sí, no le extrañaba. Ese amor, como tantos otros, había nacido muerto. Sabían desde el primer instante  que tenía las horas, los días contados. No había podido ser desde el principio y, sin embargo y a pesar de todo, ambos se habían empeñado en enredarse en él, tejiendo con cada momento juntos una maraña de lazos y nudos que ahora tocaba deshacer.

Tanto compartido... ¿cómo empezar? Empezaría por olvidar sus ojos. Esos ojos que eran como abismos profundos dónde ella había aprendido a zambullirse. Podía intentar olvidar también sus manos. Eran fuertes y huesudas y ella habría podido pasarse horas tomándolas entre las suyas, o sintiéndolas recorrer cada centímetro de su piel mientras ella cerraba los ojos, entregada. Podía olvidar sus brazos, sin duda, o sus labios, o  su pelo rebelde, ese que sus manos habían peinado tantas veces, sin éxito alguno.

Podía olvidarlo todo, por partes,  sin duda. Pero su esencia, esa que había tragado a pequeños sorbos, no la podría olvidar jamás.