domingo, 27 de septiembre de 2015

La curva

La encontró sentada en el pequeño muro de piedra, al fondo del jardín,  con las olas rompiendo a sus pies. La observó en silencio. Ella, reflexiva, le pareció sumergida en alguna nostalgia que la mantenía alejada, su cabeza ligeramente inclinada y el viento alborotando su pelo, iluminado por los últimos rayos de la tarde.

Los ojos de él descendieron lentamente por la curva de su nuca hasta sus hombros, suavemente redondos. Se detuvieron ahí, apenas unos segundos y continuaron por su camisa de hilo entreabierta, hasta la profundidad de su escote. Sintió un deseo casi irrefrenable de sumergir su rostro en su pelo y absorber su olor, su esencia, sin hablar... solo respirando.

Lentamente, se dió la vuelta, y se alejó por el mismo sendero que lo había llevado hasta ella, dejándola sola con sus pensamientos. Y él quedo también, para siempre, solo con los suyos.

martes, 1 de septiembre de 2015

Las palabras jamás pronunciadas


Él la veía pasar todas las mañanas por el camino de adoquines que bordeaba la zona verde que se extendía delante de facultad. Mientras fingía leer unos apuntes o charlar animadamente con sus amigos, la observaba casi sin aliento:  la liviandad de su paso, su pelo a menudo alborotado por el aire, su sonrisa, siempre puesta. Parecía tan lejana, tan perfecta, tan inalcanzable. Hubiera querido decirle tantas veces que esperaba cada día en el mismo lugar para verla pasar, que deseaba tanto hablar con ella, pedirle que tomaran juntos un café... nunca lo hizo.

Ella aceleraba su paso siempre que se acercaba a la verde extensión de hierba en frente de su facultad. Su pulso, anticipando el momento, latía mas rápido. Podría haber cogido un camino más corto, pero anhelaba verlo cada día sentado allí, charlando con amigos o, en ocasiones, solo.. hojeando unos apuntes o un libro. Parecía tan cercano, tan humano, tan tangible.  Deseaba acercarse, sin mas,  preguntarle su nombre y decirle que le encantaría tomarse un café con él... nunca lo hizo.

El tiempo pasó pero ninguno pudo olvidar las manos que no entrelazaron, los besos que nunca se dieron, las palabras jamás pronunciadas.






Soledad



Las monjas debieron haberla llamado Soledad. Ellas le habían puesto Leonor, un nombre altisonante y pretencioso, mucho más adecuado para una niña de tirabuzones rubios de la alta sociedad. Soledad, sí,  sin duda, ese debió haber sido su nombre.

Ella había nacido sola. Su madre, una adolescente de un barrio marginal de Bogotá, había muerto En su lucha por sacarla al mundo, antes de que ella viese la luz, en un callejón oscuro cerca de un convento. Fue Sor Engracia quien se la encontró moribunda y llamó a los servicios médicos. Tras una carnicería sobre el cuerpo inerte de su madre, ella vino al mundo.

En el orfanato, siempre estuvo sola. Era morena y feucha… una más entre los tantos niños morenos y feuchos recogidos en aquel centro. No podía recordar una sola caricia, ni una palabra amorosa, aunque a ella, en su inocencia infantil y a falta de referencias, los parcos cuidados de las hermanas se le antojaban muestras de cariño.

Fuera del orfanato, su vida no fue mejor y acabó prostituyéndose por apenas unos pocos pesos para malvivir. Entre las chabolas y el hambre, la soledad se hizo notar aún mas.

Por eso, cuando nació su hija, morena y feucha como ella, tuvo claro como se llamaría. La dejó, envuelta en una manta sucia a las puertas del mismo convento donde ella creció. En un trozo de papel húmedo por las lágrimas, con su hosca caligrafía de analfabeta, escribió en letras mayúsculas SOLEDAD.


Coleccionista de recuerdos

Coleccionista de recuerdos

Como otros gustan coleccionar dedales o cajitas de porcelana, Eva, desde una tempranísima edad, empezó a coleccionar recuerdos. Los tenía de todo tipo... algunos muy pequeños, casi insignificantes, como el color del carmín de su madre o el tacto suave de la mantita de cuna que, antes de nacer,  le tejiera su abuela Isabel; otros, enormes, tanto que, cuando los quería recordar, ocupaban cada recoveco de su mente y le hacían imposible atender cualquier otra idea o pensamiento. Entre esos recuerdos, estaban su primer beso durante una noche de verbena en su pueblo o la última imagen de su madre con aquel vestido de lunares el día que decidió marchar para nunca más volver. Los clasificaba por olores, por colores, por sonidos y por sabores. Las risas compartidas con amigas en las tardes de domingo, el rítmico tañer de las campanas de la iglesia de su pueblo, el olor a pan recién horneado que inundaba su casa cada mañana, el sonido de las enaguas de su abuela al caminar por la casa, el color del cielo durante la puesta de sol o la dulzura de la miel robada directamente del panal…tantos y tantos instantes atesorados.

Sus recuerdos los llevaba consigo a todas partes, los buenos y los malos, los grandes y los pequeños, los más queridos y aquellos que desearía poder olvidar. Eran, todos ellos, reflejo de lo que había sido su vida. Nunca dejaba ninguno atrás, porque hasta de los recuerdos malos lograba sacar algo bueno.

Un día los recuerdos empezaron a desaparecer y Eva supo con certeza que alguien se los estaba robando. Con cada recuerdo robado, Eva moría un poco. Y así fue como, con el último recuerdo, el alma de Eva también desapareció. De ella quedó solo un cuerpo hueco, hueco como esas caracolas vacías que se encuentran en la playa cuando baja la marea.