martes, 1 de septiembre de 2015

Coleccionista de recuerdos

Coleccionista de recuerdos

Como otros gustan coleccionar dedales o cajitas de porcelana, Eva, desde una tempranísima edad, empezó a coleccionar recuerdos. Los tenía de todo tipo... algunos muy pequeños, casi insignificantes, como el color del carmín de su madre o el tacto suave de la mantita de cuna que, antes de nacer,  le tejiera su abuela Isabel; otros, enormes, tanto que, cuando los quería recordar, ocupaban cada recoveco de su mente y le hacían imposible atender cualquier otra idea o pensamiento. Entre esos recuerdos, estaban su primer beso durante una noche de verbena en su pueblo o la última imagen de su madre con aquel vestido de lunares el día que decidió marchar para nunca más volver. Los clasificaba por olores, por colores, por sonidos y por sabores. Las risas compartidas con amigas en las tardes de domingo, el rítmico tañer de las campanas de la iglesia de su pueblo, el olor a pan recién horneado que inundaba su casa cada mañana, el sonido de las enaguas de su abuela al caminar por la casa, el color del cielo durante la puesta de sol o la dulzura de la miel robada directamente del panal…tantos y tantos instantes atesorados.

Sus recuerdos los llevaba consigo a todas partes, los buenos y los malos, los grandes y los pequeños, los más queridos y aquellos que desearía poder olvidar. Eran, todos ellos, reflejo de lo que había sido su vida. Nunca dejaba ninguno atrás, porque hasta de los recuerdos malos lograba sacar algo bueno.

Un día los recuerdos empezaron a desaparecer y Eva supo con certeza que alguien se los estaba robando. Con cada recuerdo robado, Eva moría un poco. Y así fue como, con el último recuerdo, el alma de Eva también desapareció. De ella quedó solo un cuerpo hueco, hueco como esas caracolas vacías que se encuentran en la playa cuando baja la marea.

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