martes, 1 de septiembre de 2015

Soledad



Las monjas debieron haberla llamado Soledad. Ellas le habían puesto Leonor, un nombre altisonante y pretencioso, mucho más adecuado para una niña de tirabuzones rubios de la alta sociedad. Soledad, sí,  sin duda, ese debió haber sido su nombre.

Ella había nacido sola. Su madre, una adolescente de un barrio marginal de Bogotá, había muerto En su lucha por sacarla al mundo, antes de que ella viese la luz, en un callejón oscuro cerca de un convento. Fue Sor Engracia quien se la encontró moribunda y llamó a los servicios médicos. Tras una carnicería sobre el cuerpo inerte de su madre, ella vino al mundo.

En el orfanato, siempre estuvo sola. Era morena y feucha… una más entre los tantos niños morenos y feuchos recogidos en aquel centro. No podía recordar una sola caricia, ni una palabra amorosa, aunque a ella, en su inocencia infantil y a falta de referencias, los parcos cuidados de las hermanas se le antojaban muestras de cariño.

Fuera del orfanato, su vida no fue mejor y acabó prostituyéndose por apenas unos pocos pesos para malvivir. Entre las chabolas y el hambre, la soledad se hizo notar aún mas.

Por eso, cuando nació su hija, morena y feucha como ella, tuvo claro como se llamaría. La dejó, envuelta en una manta sucia a las puertas del mismo convento donde ella creció. En un trozo de papel húmedo por las lágrimas, con su hosca caligrafía de analfabeta, escribió en letras mayúsculas SOLEDAD.


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