jueves, 2 de junio de 2016

Jendara

Jendara cantaba como los ángeles. Era gorda, grande y fea pero Dios, que ni da todo ni quita todo, le había otorgado un don. Su voz, aterciopelada y profunda, no acariciaba tan solo oídos. No. La voz de Jendara encontraba la manera de adentrarse por los poros y metérsele a uno debajo de la piel, hasta que sin poder remediarlo, uno sentía erizarse el vello y era capaz de sentir con ella su pena, su alegría, en escasas ocasiones, o su desgarro.

Jendara nació desafortunada y, en lugar de un pan debajo el brazo, trajo a su ya depauperada familia una boca más que alimentar. Su padre, un borracho empedernido y hombre de mal vivir, no se lo perdonó nunca y desde bien pequeña se lo hizo saber, con sus golpes, sus desprecios y esas ganas de tocarla y manosearla que Jendara tuvo que soportar tantas veces. Pero Jendara, oh, Jendara cantaba. Cantaba mientras tendía la ropa o mientras, de rodillas, fregaba el rudo suelo de cemento de la pequeña chabola. Y su voz aliviaba la desesperación de las decrépitas vidas  que habitaban aquel infierno y, en ocasiones,  la suya propia.

Soñaba con que un día escaparía del horror, del aliento de su padre borracho, de las lágrimas amargas de su madre, de las caras sucias y hambrientas de sus hermanos. Y cantó, y siguió cantando... y su lamento, convertido en fado, quedó flotando como espesa niebla sobre las colinas de  Rocinha.


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