sábado, 4 de noviembre de 2017

El horizonte

A menudo se quedaba absorto mirando la línea del horizonte, ese intangible lugar donde el cielo y la tierra se besan.  Desde su lado del cristal, mientras el humo de su cigarrillo se rizaba caprichosamente, pasaba horas  interminables calculando las millas que lo alejaban de ella. Millas llenas de bosques, caminos, ciudades y mares. Millas abarrotadas de personas con sus vidas y ajetreos, con sus esperanzas y decepciones, alegrías y miserias. Millas a la vez vacías porque faltaba ella.

La imaginaba allí sentada es su butaca antigua de terciopelo, descalza con las piernas cruzadas y la cabeza delicadamente ladeada, leyendo. A su lado, en la pequeña mesita de madera, humearía una taza de té perfumado de jazmín  y ella, distraída, lo dejaría enfriar allí, como hacía siempre. Y ella olería a jabón, y llevaría puesta la ya vieja camisa que él había dejado atrás el día que se fue. Y todo sería perfectamente irreal y perfectamente triste.

Eran opuestos, como la noche y el día, como el ruido y el silencio. Eran opuestos, ajenos, imposibles y ahí, justo ahí, estaba su conexión, un frágil hilo irrompible, un eterno hilo imposible.

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